Jesús cura al ciego Bartimeo, quien le llama insistentemente y suplica que le ayude. El evangelio recalca su reiterada petición, ante la impaciencia y la rudeza de cuantos lo rodeaban, regañándolo.
Jesús lo llama
pero, antes de curarlo, le hace una pregunta: ¿qué quieres que haga por
ti? Cuando el ciego abre los ojos, Jesús pronuncia estas palabras, que
se oirán muchas veces en el evangelio: "Tu fe te ha curado".
Es
la fe, la fuerza que mueve montañas, la que provoca el milagro. Claro
que Dios tiene todo el poder para sanar, pero a menudo, en muchas
dolencias humanas, es necesario algo más: Dios nos pide nuestra fe,
nuestro querer estar sanos, nuestro deseo de ser libres de la
enfermedad. A menudo, para que el bien se desencadene, lo único que hace
falta es nuestra voluntad.
El amor de
Jesús libera. Sus manos abren los ojos del ciego, sanan su vista y su
espíritu abatido en la oscuridad, al igual que sanaban el cuerpo y las
almas de tantos enfermos y tullidos que acudían a él. Con su gesto,
Jesús revela el rostro afable de un Dios que cuida de sus criaturas y
las quiere sanas y libres. Las manos sanadoras de Jesús se convierten en
las manos de Dios.